Vaya día que ha ido a escoger la vida para dictar mi subida al paredón, hoy precisamente. Desesperación en la garganta y poco más, eso es lo que al parecer piensa regalarme, la muy jodida.
Cuando he abierto los ojos, la mañana me esperaba en camisón, apoyada en el dintel de la ventana, me miraba provocativa, sinuosa y casi insultante, con toda la luz entre los dientes, si hubiera pretendido venderme un billete hacia la felicidad a cambio de mis favores hubiera aceptado de inmediato. Debo confesarlo, mi caché para ese tipo de transacciones nunca ha sido demasiado alto, en fin, todos tenemos un precio,¿ no?.
Hoy prometía ser un día especial, tenía que serlo, pero un repentino dolor me ha obligado a cerrar los ojos mientras un fuerte hedor me advertía de que esa especie de humedad que navegaba por toda la extensión de mis perfiles no era un mero sueño. No han pasado ni dos minutos antes de que la realidad ovalada del espejo certificase una realidad que pregonaba a voz en grito todo un manifiesto sangrante. ¿Puede medirse el dolor apostado en las encías de un grito?
Una espantosa sonrisa desdentada, de un color cerúleo intenso, extendía sus brazos amenazadores como un manto, ramificándose codiciosamente por todos mis rincones, aprovechando cualquier pliegue de la piel para emplazar un nuevo campamento base desde donde instalar una arriesgada línea de minas letales prestas a eclosionar , sin ningún tipo de piedad, rebosantes de munición blanca y espesa, con tintes de epidemia y naufragio.
Y yo que pensaba enfundarme esas medias de seda que guardo celosamente para ocasiones solemnes…, sí… definitivamente es un mal día para morir.
¡Si hasta tenía una cita importante!, Nicanor Parra me esperaba en el Café de la Opera para desanudar la palabra. Me prometió reírnos juntos mientras, probablemente, un Grecco de ojos envasados al vacío, tomaría café en la mesa de al lado. Yo iba a proponerle fumarnos la vida ante un periódico al revés, sin que nos importasen las dimensiones de un salón repleto de medio-cadáveres, y provocar a los cuervos.
Parecía un buen plan, reírnos juntos de las negras pupilas, de todos esos bustos fotocopiados por el insomnio, que revelan una y otra vez, que para ser imbécil basta la fuerza de voluntad. Era un buen plan, os lo aseguro.
En ocasiones así, uno ha de estar presentable, así que había planeado cortarme las uñas y aplicarles una finísima película de ese negro elegante que tanto suelen envidiarme las farolas cuando hacen la calle después de haberse bebido la noche entera; dejar huella , demostrarle a las aceras que a pesar de la edad todavía tengo la potestad de ser salvaje, de lucir sandalias de Chanel de un rojo más obsceno aún que el de la rosa, y pisar bien fuerte por esta ciudad, mi ciudad, donde las ventanas de los archivadores verticales para viudas y colegialas se ponen sus mejores ropas siempre que quieren acudir al baile y vivir con nosotros la tragedia de no saber si moriremos cuando la vida nos devuelva la llamada.
Pero en el extrarradio se prepara ya la artillería que va a fusilarme, lo sé porque ahora tengo cuatro de los cinco dedos amoratados, un espolón prominente se está dejando llevar por la histeria mientras el empeine empieza a curvarse más de lo debido, y la sudoración densa y siempre impertinente huele más que nunca a miedo.
Mucho me temo que no habrá masajes ni circuito de Spa, ni baños de barro en el Mar Muerto.
Nicanor tendrá que esperar, aunque seguro que el sería de los que opinan que uno no puede abandonarse en su cuadragésimo segundo aniversario, y yo casi estaría de acuerdo con ese postulado si no fuera porque me estoy pudriendo y sigo siendo pobre,
he perdido mi capacidad de ventosear el cerebro, de llevar la venganza autosatisfecha que nos mira desde su butaca con vistas a la oscuridad, a su mayor esplendor.
Ya no soy capaz de provocar una pelea entre las sombras, y esperar el suicidio bajo las ruedas del autobús para luego salir ileso, ya no soy capaz.
La máxima de esta ausencia es el peso del resto del cuerpo sobre los talones, sólo me queda resignarme a empezar el día con vendajes esterilizados cubriéndome de arriba a abajo, embutir mi alma hinchada en una zapatilla vieja y seguir soportando, un día más, un montón de quilos de carne ajenos por completo a mi limitada realidad.
Cuando he abierto los ojos, la mañana me esperaba en camisón, apoyada en el dintel de la ventana, me miraba provocativa, sinuosa y casi insultante, con toda la luz entre los dientes, si hubiera pretendido venderme un billete hacia la felicidad a cambio de mis favores hubiera aceptado de inmediato. Debo confesarlo, mi caché para ese tipo de transacciones nunca ha sido demasiado alto, en fin, todos tenemos un precio,¿ no?.
Hoy prometía ser un día especial, tenía que serlo, pero un repentino dolor me ha obligado a cerrar los ojos mientras un fuerte hedor me advertía de que esa especie de humedad que navegaba por toda la extensión de mis perfiles no era un mero sueño. No han pasado ni dos minutos antes de que la realidad ovalada del espejo certificase una realidad que pregonaba a voz en grito todo un manifiesto sangrante. ¿Puede medirse el dolor apostado en las encías de un grito?
Una espantosa sonrisa desdentada, de un color cerúleo intenso, extendía sus brazos amenazadores como un manto, ramificándose codiciosamente por todos mis rincones, aprovechando cualquier pliegue de la piel para emplazar un nuevo campamento base desde donde instalar una arriesgada línea de minas letales prestas a eclosionar , sin ningún tipo de piedad, rebosantes de munición blanca y espesa, con tintes de epidemia y naufragio.
Y yo que pensaba enfundarme esas medias de seda que guardo celosamente para ocasiones solemnes…, sí… definitivamente es un mal día para morir.
¡Si hasta tenía una cita importante!, Nicanor Parra me esperaba en el Café de la Opera para desanudar la palabra. Me prometió reírnos juntos mientras, probablemente, un Grecco de ojos envasados al vacío, tomaría café en la mesa de al lado. Yo iba a proponerle fumarnos la vida ante un periódico al revés, sin que nos importasen las dimensiones de un salón repleto de medio-cadáveres, y provocar a los cuervos.
Parecía un buen plan, reírnos juntos de las negras pupilas, de todos esos bustos fotocopiados por el insomnio, que revelan una y otra vez, que para ser imbécil basta la fuerza de voluntad. Era un buen plan, os lo aseguro.
En ocasiones así, uno ha de estar presentable, así que había planeado cortarme las uñas y aplicarles una finísima película de ese negro elegante que tanto suelen envidiarme las farolas cuando hacen la calle después de haberse bebido la noche entera; dejar huella , demostrarle a las aceras que a pesar de la edad todavía tengo la potestad de ser salvaje, de lucir sandalias de Chanel de un rojo más obsceno aún que el de la rosa, y pisar bien fuerte por esta ciudad, mi ciudad, donde las ventanas de los archivadores verticales para viudas y colegialas se ponen sus mejores ropas siempre que quieren acudir al baile y vivir con nosotros la tragedia de no saber si moriremos cuando la vida nos devuelva la llamada.
Pero en el extrarradio se prepara ya la artillería que va a fusilarme, lo sé porque ahora tengo cuatro de los cinco dedos amoratados, un espolón prominente se está dejando llevar por la histeria mientras el empeine empieza a curvarse más de lo debido, y la sudoración densa y siempre impertinente huele más que nunca a miedo.
Mucho me temo que no habrá masajes ni circuito de Spa, ni baños de barro en el Mar Muerto.
Nicanor tendrá que esperar, aunque seguro que el sería de los que opinan que uno no puede abandonarse en su cuadragésimo segundo aniversario, y yo casi estaría de acuerdo con ese postulado si no fuera porque me estoy pudriendo y sigo siendo pobre,
he perdido mi capacidad de ventosear el cerebro, de llevar la venganza autosatisfecha que nos mira desde su butaca con vistas a la oscuridad, a su mayor esplendor.
Ya no soy capaz de provocar una pelea entre las sombras, y esperar el suicidio bajo las ruedas del autobús para luego salir ileso, ya no soy capaz.
La máxima de esta ausencia es el peso del resto del cuerpo sobre los talones, sólo me queda resignarme a empezar el día con vendajes esterilizados cubriéndome de arriba a abajo, embutir mi alma hinchada en una zapatilla vieja y seguir soportando, un día más, un montón de quilos de carne ajenos por completo a mi limitada realidad.
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