Este mundo en cueros no tiene sombra,
el vacío parado
sobre el dolor de sus deformidades
parece una antorcha ciega,
mortal y pesada
como la luz cuando muere.
Oscurezcamos las esquinas del aire,
cavemos hondas lunas de aceite y tierra estéril,
que los pájaros expriman cada gota de nube
y se derramen, traspasados,
abiertos sobre el golpe,
amanecidos de colores cóncavos.
Hagamos inclemente
el duelo amargo
entre el borrador del mar y el óleo de los peces.
Que la sangre
me devuelva una mirada
indivisible de la ceniza de mi cuerpo,
ruidosa como un parto, inmortal,
semejante a la anchura de la noche,
para que pueda nombrar
las vértebras de un mundo vestido de milagros,
un mundo de borrascas, confidencias
y demás humanidades.
Del poemario El infierno a tan solo diez mil metros de altura, en construcción.
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